Hubo un tiempo, cien años atrás, en que los saberes y conocimientos que se aprendían en la escuela constituían un patrimonio para toda la vida. Un diploma no era únicamente un título, sino un certificado de competencia que duraba hasta el fin de los días. Eran momentos en que los ideales de Sarmiento y de la Ley de Educación N° 1420 propugnaban la enseñanza pública, obligatoria, gratuita y laica, pilares fundamentales de nuestra escuela pública, “educación para todos”, gestora del optimismo pedagógico que implicaba la creencia de que por medio de la educación se podrían construir sociedades modernas y progresistas. Era indiscutible la trascendencia de la escuela y del aprender para la transformación de las sociedades. Se alimentaba el sueño de la clase trabajadora que, desde los más humildes, con todo esfuerzo, mandaban a sus hijos a la escuela porque sabían que verían convertido en realidad el anhelo de decir, años más tarde: “Este es m´hijo, el dotor”.
El sueño de todo argentino de bien era que sus hijos se educaran y lograran transformarse en profesionales o, al menos, se defendieran en la vida y el saber leer y escribir, insuficiente pero indispensable, los protegería de la intemperie cuando salieran a pelear su lugar en el mundo. La educación era, en el fondo, eso: un sueño, una meta, una utopía integradora, protectora de cada niño, adolescente y luego adulto. Esto pasó y sólo lo puede preservar el recuerdo de los mayores, el registro de los libros y la memoria de los nostálgicos.
Hubo otro tiempo, no tan lejano, a fines del siglo pasado, en que se produjo la transferencia de las escuelas nacionales a la órbita de las provincias o municipios. Esto no tuvo que ver con necesidades pedagógicas, sino con necesidades financieras. La Ley de Transferencia y la Ley Federal de Educación N° 24.195 cierran el circuito de transferencia que se iniciara en los 80, al final de la dictadura militar. Aquí se genera una gran deuda con la educación y con la sociedad, pues algo tan profundo e importante fue puesto en la mesa de negociaciones del poder político de turno con los intereses internacionales. Esto dio lugar a un proceso de deterioro y debilitamiento del sistema educativo. En una sociedad caracterizada por la falta de inversión y el empobrecimiento de vastos sectores de nuestro pueblo el imperativo era retener, contener a los alumnos, promoviendo la función asistencial por encima de la capacidad creadora y transmisora de saberes. Y en verdad, merced a ello hoy pueden verse los desmanes y el daño profundo que causó la fractura de la educación nacional, cambiar los contenidos académicos, hambrear a los maestros, reducir la escuela a comedores escolares, a lugares de reunión invertebrados de niños y jóvenes. La agonía de la educación pública fue la agonía del país, de nuestro lugar en el mundo, de nuestra casa de los sueños.
Nuestros tiempos son otros. No necesariamente mejores o peores, solo diferentes. Son los tiempos de la Ley de Educación Nacional N° 26.206 que promueve la unificación del sistema educativo nacional, lograr una educación de calidad para una sociedad más justa, orientada a resolver los problemas de fragmentación y desigualdad del sistema educativo. Que establece la obligatoriedad de la escuela secundaria, el reconocimiento de la diversidad, la transformación curricular del Profesorado de Enseñanza Primaria y la extensión de la carrera a cuatro años. Esto requiere volver a ser quienes fuimos para restaurar el ideario educativo que enarboló la Argentina moderna y que hizo grande a nuestro país. Épocas de revisión y cambios, requieren hacer memoria, recordar el pasado de cara al futuro para encontrar significación a los acontecimientos, percibir los lazos que lo vinculan con nosotros, con nuestra realidad, nuestro presente y nuestro futuro.
Desde siempre y en nuestras propias vidas, la educación es un eje vertebrador. Es tan esencial la idea civilizadora e integradora de la educación pública, que si revisamos la historia podemos entenderlo. Pero no solo la historia nacional, sino la simple y resonante historia cotidiana de cada uno. Comencemos por el Jardín de Infantes y recordemos las maravillosas impresiones registradas en nuestra memoria, el aroma de las témperas y las plastilinas, los colores de las salas, las canciones y los juegos. Sigamos por la primaria, cuando cada mañana nos emocionábamos cantando Aurora mientras se elevaba nuestra enseña patria, donde aprendimos el Himno Nacional y esa emotiva condición de ser parte de un todo que genera una enigmática identidad. Ya en la secundaria reforzamos esa identidad y la enarbolamos hasta sentirnos plenos, por ser parte de la escuela, en la que nos enamoramos, debatimos y descubrimos nuestras vocaciones escondidas y hasta diseñamos nuestro futuro. Así llegamos a la formación profesional, al Profesorado de Enseñanza Primaria donde se profundizan los saberes para educar, hacer y soñar, razón de ser de las Escuelas Normales.
En este marco creció y se fortaleció nuestra escuela, nuestra querida Normal. Sabemos que, como todo el sistema educativo, hoy se encuentra interpelada, que necesita cambios. También sabemos que en una sociedad que promueve la violencia, genera pobreza y falta de horizontes, la escuela, nuestra escuela pública es la única institución que sigue albergando niños y jóvenes, promoviendo en ellos capacidades de reflexión, de innovación, de convivencia, que continúa transmitiendo valores, que ensalza el de la libertad, de la solidaridad, el de la convivencia en la diversidad, de respeto al otro, del diálogo y el compromiso democrático como fundamento de una ciudadanía responsable.
Es aquí, en el aula, donde aún se cree en aquel viejo sueño de la educación superadora. Es aquí, donde nos permitimos sentir, que aún es posible lograr, a través de nuestro esfuerzo, un país desarrollado. Es aquí donde acompañamos a niños y jóvenes en la maravillosa aventura de crecer y aprender a pensar. Finalmente, es aquí donde renovamos día a día la esperanza de que, con la educación, es posible un futuro mejor.
El sueño de todo argentino de bien era que sus hijos se educaran y lograran transformarse en profesionales o, al menos, se defendieran en la vida y el saber leer y escribir, insuficiente pero indispensable, los protegería de la intemperie cuando salieran a pelear su lugar en el mundo. La educación era, en el fondo, eso: un sueño, una meta, una utopía integradora, protectora de cada niño, adolescente y luego adulto. Esto pasó y sólo lo puede preservar el recuerdo de los mayores, el registro de los libros y la memoria de los nostálgicos.
Hubo otro tiempo, no tan lejano, a fines del siglo pasado, en que se produjo la transferencia de las escuelas nacionales a la órbita de las provincias o municipios. Esto no tuvo que ver con necesidades pedagógicas, sino con necesidades financieras. La Ley de Transferencia y la Ley Federal de Educación N° 24.195 cierran el circuito de transferencia que se iniciara en los 80, al final de la dictadura militar. Aquí se genera una gran deuda con la educación y con la sociedad, pues algo tan profundo e importante fue puesto en la mesa de negociaciones del poder político de turno con los intereses internacionales. Esto dio lugar a un proceso de deterioro y debilitamiento del sistema educativo. En una sociedad caracterizada por la falta de inversión y el empobrecimiento de vastos sectores de nuestro pueblo el imperativo era retener, contener a los alumnos, promoviendo la función asistencial por encima de la capacidad creadora y transmisora de saberes. Y en verdad, merced a ello hoy pueden verse los desmanes y el daño profundo que causó la fractura de la educación nacional, cambiar los contenidos académicos, hambrear a los maestros, reducir la escuela a comedores escolares, a lugares de reunión invertebrados de niños y jóvenes. La agonía de la educación pública fue la agonía del país, de nuestro lugar en el mundo, de nuestra casa de los sueños.
Nuestros tiempos son otros. No necesariamente mejores o peores, solo diferentes. Son los tiempos de la Ley de Educación Nacional N° 26.206 que promueve la unificación del sistema educativo nacional, lograr una educación de calidad para una sociedad más justa, orientada a resolver los problemas de fragmentación y desigualdad del sistema educativo. Que establece la obligatoriedad de la escuela secundaria, el reconocimiento de la diversidad, la transformación curricular del Profesorado de Enseñanza Primaria y la extensión de la carrera a cuatro años. Esto requiere volver a ser quienes fuimos para restaurar el ideario educativo que enarboló la Argentina moderna y que hizo grande a nuestro país. Épocas de revisión y cambios, requieren hacer memoria, recordar el pasado de cara al futuro para encontrar significación a los acontecimientos, percibir los lazos que lo vinculan con nosotros, con nuestra realidad, nuestro presente y nuestro futuro.
Desde siempre y en nuestras propias vidas, la educación es un eje vertebrador. Es tan esencial la idea civilizadora e integradora de la educación pública, que si revisamos la historia podemos entenderlo. Pero no solo la historia nacional, sino la simple y resonante historia cotidiana de cada uno. Comencemos por el Jardín de Infantes y recordemos las maravillosas impresiones registradas en nuestra memoria, el aroma de las témperas y las plastilinas, los colores de las salas, las canciones y los juegos. Sigamos por la primaria, cuando cada mañana nos emocionábamos cantando Aurora mientras se elevaba nuestra enseña patria, donde aprendimos el Himno Nacional y esa emotiva condición de ser parte de un todo que genera una enigmática identidad. Ya en la secundaria reforzamos esa identidad y la enarbolamos hasta sentirnos plenos, por ser parte de la escuela, en la que nos enamoramos, debatimos y descubrimos nuestras vocaciones escondidas y hasta diseñamos nuestro futuro. Así llegamos a la formación profesional, al Profesorado de Enseñanza Primaria donde se profundizan los saberes para educar, hacer y soñar, razón de ser de las Escuelas Normales.
En este marco creció y se fortaleció nuestra escuela, nuestra querida Normal. Sabemos que, como todo el sistema educativo, hoy se encuentra interpelada, que necesita cambios. También sabemos que en una sociedad que promueve la violencia, genera pobreza y falta de horizontes, la escuela, nuestra escuela pública es la única institución que sigue albergando niños y jóvenes, promoviendo en ellos capacidades de reflexión, de innovación, de convivencia, que continúa transmitiendo valores, que ensalza el de la libertad, de la solidaridad, el de la convivencia en la diversidad, de respeto al otro, del diálogo y el compromiso democrático como fundamento de una ciudadanía responsable.
Es aquí, en el aula, donde aún se cree en aquel viejo sueño de la educación superadora. Es aquí, donde nos permitimos sentir, que aún es posible lograr, a través de nuestro esfuerzo, un país desarrollado. Es aquí donde acompañamos a niños y jóvenes en la maravillosa aventura de crecer y aprender a pensar. Finalmente, es aquí donde renovamos día a día la esperanza de que, con la educación, es posible un futuro mejor.
Directora Prof. Viviana Mabel Pochettino
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